Salvador Elizondo: Entrevista

El nuevo estremecimiento (fragmento)
Por Amparo Osorio y Gonzalo Márquez Cristo
Los poetas colombianos realizaron para el No. 10 de Común Presencia esta conversación con el autor de Farabeuf y el Hipogeo Secreto, el escritor mexicano Salvador Elizondo (1932-2006), uno de los más significativos de la literatura contemporánea.

Nació en México D.F., el 19 de diciembre de 1932 y falleció en la misma ciudad el 29 de marzo de 2006. Escritor, traductor y crítico literario, fue fundador de la revista SNOB y Nuevo Cine y colaborador permanente de las revistas Vuelta y Plural. Ganó la Beca del Centro Mexicano de Escritores (1963), la Beca Fundación Ford (1965), el Premio Xavier Villaurrutia (1965) y la Beca de la Fundación Guggenheim (1968). A partir de 1976 fue Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y en abril de 1981 ingresó al Colegio Nacional como una de las figuras más relevantes de la literatura de su país. El 1990 le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura.
Es autor entre otros, de los libros: Poemas (1960), Luchino Visconti –ensayo crítico (1963), Farabeuf o la crónica de un instante (1954), Narda o el verano (1966), El hipogeo secreto (1968), Cuaderno de escritura (1969), Museo poético (1974), La luz que regresa (1984), Estanquillo (1992), Teoría del infierno (1993), Autobiografía precoz (2000) y Pasado anterior (2007).
Su escritura de gran riqueza y oscuridad, y la marcada rebeldía habitual en sus apreciaciones sobre la literatura, son algunos de los matices compartidos con este delirante ser, que recibió al morir un febril e inolvidable homenaje en el Palacio de Bellas Artes del D.F. 
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«¿Cómo me imaginaban? Para ser verdaderos es preciso que seamos tal y como nos imaginan los desconocidos —fue el saludo de Salvador Elizondo frente al centenario árbol de su vieja casona ubicada en la Colonia Coyoacán de Ciudad de México. Luego prosiguió—: Ustedes están enfermos. Les hice unas preguntas por teléfono y ahora las reitero, no me importa desilusionarlos: ¿Acaso creen todavía en la existencia de la literatura?, ¿a quién puede interesar una novela o un poema? ¿Cuántos persisten aún en esa obsesión solitaria y anacrónica? Y lo más increíble: ¿Cómo se las han arreglado para conseguir mis libros en Colombia si acá mismo las librerías parecen esconderlos? ¿Por qué hablan de mi palabra, por qué citan mis obras, y por qué persisten en leer después de la desaparición de la literatura?».  
Así ascendimos raudos por su siempre lúcida y fragmentaria conversación, y fuimos comprobando las fértiles obsesiones de este implacable cronista del instante. Posteriormente al recordar nuestra nacionalidad colombiana dudó al ofrecernos café diciendo que debíamos ser indulgentes con la pócima que nos serviría, y luego se dispuso a salvarnos encerrando a su perro que giraba como enloquecido tras detectar entre los libros que le llevábamos de regalo, restos de nuestro precario almuerzo itinerante. 
«Es admirable que hayan podido llegar hasta mi casa, si como les advertí, existen dos con la misma placa y en la otra vive una mujer que nunca oculta su histeria, y goza extraviando a los forasteros que buscan el peligro de mi sombra».
Reímos presagiando lo mejor. Después, amparados en el desengaño —que parece ser una de las constantes de este acucioso escéptico que afirma la extinción de la literatura—, iniciamos el diálogo siempre próximo al agravio, a la calumnia de nuestro tiempo y a la desolación. 
Sus palabras fueron aflorando. Lo vimos reedificar instintivamente lo perdido, mientras en su abstracción enfatizaba que el último poeta fue Baudelaire, a quien Víctor Hugo después de leerlo, le dijo: «Usted, señor, ha descubierto el nuevo estremecimiento». Entonces, reafirmó el sinsentido y la proclividad decadente de estos tiempos, en los que sospechosamente se inscriben como poetas quienes extraen un deleznable beneficio político o publicitario de aquella alta cifra que podríamos llamar la encarnación del origen.
«Proliferan los poetas. Es increíble la cantidad de estos seres insomnes que existen en México y en Colombia; en Latinoamérica. Pero esa misma proliferación, es la demostración de que no existe una gran voz que nos pare los pelos de la barba, que nos diga lo esencial, que ofrezca claves de nuestra existencia. ¿Dónde está nuestro Baudelaire? ¿Qué facilismo se ha tomado a la poesía? Hasta han logrado masificarla, comercializarla. ¿Qué poder es el que buscan los poetas, cuando el único dominio importante debería ser el mismo que buscaban los Alquimistas? Ahora se realizan eventos multitudinarios de poetas con la asistencia de cientos de ellos, cuando no existen siquiera en este momento diez verdaderos en el mundo, diez instauradores de un nuevo estremecimiento.
Recuerdo que el doctor Jhonson refería una anécdota según la cual “un poema se debía leer frente al espejo, en el momento de rasurarse y si se paraban los pelos, el poema era importante”. Ahora ya no pasa eso. Yo sin embargo, siempre vuelvo a Baudelaire porque me perturba y cuando salgo de él hacia un nuevo poeta, memorizo el texto para irlo repitiendo mentalmente frente al espejo mientras me rasuro, esperando el dictamen, y pocas veces resulta favorable. ¿Y esa supuesta decadencia de la escritura —me pregunto— será impulsada por las editoriales, por la estructura de comercialización de autores que complacen los gustos impuestos por la moda, que a veces se llama frivolidad y a veces post-modernismo?
¡Claro! Uno buscaba en todo el estremecimiento, tenía algo de deliciosamente prohibido hacerlo. Ahora ya no existe lo sagrado y ni siquiera lo profano. Antes se leía un libro de Sade o de Bataille o de Klossowski (nosotros, García Ponce y yo, teníamos una revista que llegó al número 6, donde presentamos a los lectores mexicanos, a estos autores temibles) de una manera furtiva. Uno tenía que encargar los libros y leerlos secretamente. Existía algo perverso en ello que lo hacía más seductor. Ahora, incluso en las ventas callejeras de revistas, uno se encuentra con Justine. Los libros se han vulgarizado. Han perdido el encanto tipográfico, el aroma del papel, su impresión bella y artesanal. Ya no significan como objeto, como tótem.
Pero recuerden: mi imprescindible sitio está en la literatura, en la opción de comunicar algo incomunicable».
El intervalo de una taza de café, nos permite una contemplación rápida del escenario. A nuestro lado, sin que lo hayamos notado antes, tiemblan levemente las aguas de un pequeño acuario que guarda dos extraños cuerpos. Salvador Elizondo, entrando a nuestro pensamiento anota: «Es una pareja de ajolotes. El único animal que se reproduce en estado larvario. De ellos surgen las salamandras, pero aún siendo ajolotes pueden poner huevos, y además, si pierden un miembro mágicamente pueden hacerlo nacer. Son la demostración de que nuestra medicina es aún muy incipiente».
Nos acercamos al estrecho estanque para contemplar a esta extraña especie cuyas patas son iguales a las manos humanas. Elizondo agrega que la hembra tiene ciclo menstrual de 28 días, que cuando van creciendo, se les puede ir disminuyendo el agua del acuario para que se transformen sus branquias en pulmones, metamorfosis que debe ocurrir en terrenos pantanosos y cuando empieza el verano. 
«Yo escribí sobre ellos. Son bellos en su fealdad, en su magia. Son de una belleza que podemos entender mejor después de Baudelaire. Por otra parte esa historia de Cortázar de que uno al mirarlos termina cediéndoles el rostro es falsa según lo he podido comprobar, pues se me notaría, creo. Ajolote, —concluyó, significa—: Juego de agua».
Volvemos nuevamente al territorio de su narrativa. A la cara íntima de un Salvador Elizondo que siempre nos asombra; fluyendo por espacios heréticos, conduciéndonos por las cavidades de un instante, haciéndonos partícipes de todos sus rituales en los que podríamos ser los “Imaginados” de su Hipogeo secreto; presentes ahora en la oscuridad de la lejanía para abrir del otro lado del espejo, el “Herminester ille Exhumatus”, esa cajita china en la que está contenido el mundo. (...)


(Versión completa en el libro Grandes entrevistas de Común Presencia. Colección Los Conjurados, Bogotá, Colombia, 2010


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